A Don Abraham Sultán S., su última
entrevista
“Por Samuel Akini Levy”
Hoy
fue un día diferente, desde muy temprano en la mañana me ocupé única y
exclusivamente de mi querido amigo Don Abraham Sultán S. Z.L., puedo decir que fui uno de los
primeros en llegar a la funeraria, mi cuerpo no había concientizado lo que
estaba viviendo. Me recibió en la entrada uno de sus yernos, de inmediato me
vuelco a la realidad. Ya no se trataba
como de costumbre de ir a una de sus
cenas, a esas hermosas tertulias en la que haciendo gala de su maravillosa
memoria traía a colación historias que nos llenaban de esperanzas. Aquellos
verdaderos y muy sentidos relatos de
compañeros, de viejos amigos, de alguna de nuestras familias. Sí, debo reconocer que a Don Abraham no se le
escapaba nadie. Él podía hablar, contar y explicar con lujo de detalles de una generación a la otra.
En una oportunidad en la que había dejado un
largo vacío a nuestros encuentros, preguntó el por qué de mi ausencia. Le dije que había estado escribiendo la
historia del padre de una señora mayor, por cierto un hombre fallecido no menos
de treinta años antes. Le di el nombre del señor consciente de que no sería de
relevancia para él. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me dijo que recordaba haber escuchado ese nombre cuando contaba con
siete años, me dijo haber conocido a un señor que había llegado a Melilla desde
Marruecos, me dijo que el Rey de Marruecos lo había condecorado, pero no se
detuvo en ese punto, comenzó a detallarme la ropa que el señor usaba,
sorprendentemente era la misma que su hija me había mostrado en las fotos de
familia que debía emplear al publicar mi historia.
Me
doy cuenta de que sin querer brotan experiencias y cuentos de Don Abraham, pero
hoy quiero hacer un recuento formal de lo que vi, lo que viví y sentí durante
las horas que pudimos acompañarlo desde la funeraria a las nueve de la mañana
hasta las tres y media de la tarde que fue cuando acabó el entierro.
Seguro
de que éste será un documento para generaciones venideras, hago un paréntesis
en el personaje y paso a detallar lo vivido.
El
féretro cubierto con un paño negro que lucía la estrella de David, como signo
inequívoco de que el fallecido es un miembro de la comunidad judía, está como
de costumbre descansando sobre una alfombra.
En ella se notaban unos grandes candelabros que mantenían unas velas
encendidas, lo que hizo que mi cuerpo se crispara de temor. El respeto que este
hombre ejercía entre los que lo conocíamos estaba presente, pero más
significativo era el saber que ya no lo volvería a ver. La tristeza tomó su
lugar y comprendí que la pérdida era irreversible. Con gran sanidad mental, vi
a sus hijos y llegó una nueva respuesta, Abraham había sembrado el árbol del
amor y sus frutos ya eran maduros, no sólo en sus cuatro hijos, muchos nietos y
bisnietos portaban el estandarte de los Sultán. Supe que la comunidad perdía a
un adalid, pero ganaba a muchos de la misma familia. Él se había ocupado de
mostrar el camino, de enseñar con el ejemplo y de saber valorar lo espiritual
más que otras cosas.
Don
Abraham reía a plena carcajada al saber que sus hijos habían ayudado en esta o
aquella obra benéfica, que estaban dirigiendo o colaborando en esta o aquella
institución comunitaria. Allí es donde los grandes hombres muestran su alma. Es
así como podemos entender que los que se destacan lo hacen no sólo al ver sus
logros en directo sino que se proyectan en los suyos.
La
cantidad de personas que hizo acto de presencia para dar un sentido y bien
ganado homenaje rompía cualquier cálculo. Lo increíble era ver como la gente
lloraba a un ser humano del mismo modo que se le hace a un ídolo. Vi a muchas
personas ancianas, que tuvieron que ser auxiliadas para dejar constancia de que
a ellos les había irradiado su amor, amistad, confianza, apoyo o su consejo.
Cada
uno de los nietos con un dolor que se sentía en toda su dimensión acompañando a
sus padres para de algún modo aminorar esa pena que bien sabemos imposible de
perder. En ellos vi el rostro sonriente de Abraham, en ellos vi su calor
humano, con ellos estoy seguro de que muchos árboles crecerán dando sombra y
frutos al mismo jardín.
A
cada instante uno podía escuchar palabras elocuentes y generosas a niveles
desconocidos, pareciera ser que se hubieran puesto de acuerdo en traer esas
historias que por años mantuvieron guardadas para hacérselas llegar a Dios como
una carta aval del personaje que se estaba llevando. La variedad de halagos no
tenía fin y los comentarios, unos recogidos por mí y otros dejados en manos de
la familia, podrían servir para escribir un
par de libros sobre Abraham Sultán el ídolo comunitario. Creo que ese título puede decir de él mucho
pues al mencionar su nombre en cualquier recinto, de inmediato se sentía un
aire diferente, el benefactor, el padre de muchos, el que apoyó a muchas
familias hacía acto de presencia y era su dignidad, su nobleza a la que el
pueblo quería acercarse.
El
primer discurso lo hizo Abraham Levy. Su enfoque de igual manera hacía ver a un
maestro con el deseo de enseñar y hacer, dejaba ver a un visionario que antes
que nada debía unir a las dos comunidades y hacerlas una. Es gracias a ese gran
esfuerzo que compartido con el Dr. Rubén Merenfeld se logra consolidar y unir
por medio de la CAIV a ambas instituciones. Es gracias a Don Abraham que con su
aporte, uno económico y el otro como garante del crédito necesario, se adquiere
el terreno y se emprende la obra del Colegio Moral y Luces Hebraica. Levy con
un sentir que hacía quebrar su voz nos dejaba ver el dolor que sentía por la
pérdida del hombre, del dirigente, maestro y del amigo.
Paso
seguido y con ese estilo propio del Rabino Pinchas Brener, nos lleva a esos
escondites de la Biblia para sacar debajo de la manga el parecido tanto en
nombre como en acción de nuestro Padre Abraham y de nuestro querido amigo.
Dejar relucir muchas semejanzas y hace honor y gala en que es un hombre mandado
para hacer, para crear como en realidad hizo una comunidad. Entre sus relatos nos cuenta que en una vista
que hizo a Melilla, descubrió cosas que dejaban ver a este hombre como
universal, pues su ayuda económica y sus obras de beneficencia traspasaban
fronteras y llegaban inclusive a esa
ciudad que lo vio nacer. Es un ejemplo de que el buen hijo siempre regresa a
casa. El temple y el amor que nos proyectó sirvieron para poder hacernos una
idea de que su trato con los cuerpos rabínicos era acorde a su genialidad. Pues
pocos son los hombres que aconsejan a rabinos y estoy seguro de que él, sin dudas fue uno de ellos.
Para
cierre de los discursos, toma la palabra un hombre sencillo pero no menos
valioso en lo referente a su palabra. El gerente de las empresas de Abraham Sultán, Antonio Rosales, nos presenta la cara de ese
empresario que en una modesta oficina pasaba lista todos los días, no para
saber su presencia sino para conocer en detalle a cada uno de sus colaboradores.
Nos permite saber que el hombre conocía a cada empleado por su nombre y que
además estaba al tanto de su familia. Y preguntaba por cómo sigue Pedrito tu
hijo o María tu mamá. Sabemos por su boca en los más de treinta años de
trabajo, jamás lo escuchó decir una palabrota y que si veía alguna
irresponsabilidad en alguno de sus colaboradores, le llamaba la atención y si
la falta era mayúscula, su rostro se enrojecía. Ver a un hombre alabando a un
jefe, a un amigo con tanta vehemencia, me hizo sentir injusto en mi trato, me
doy cuenta de que lo quise y quiero pero que aún siendo éste mi sentir desde
siempre, a lo mejor no se lo hice saber cómo en verdad ya está en mi ser, en mi
mente y en mi alma.
Por ello quiero agradecer a sus hijos el
haberme permitido acercarme del modo que lo hice por el tiempo y las veces que
pude y sé que les robé sus espacios y tiempos.
Pero agrego que ganaron a un amigo, un hermano. Que Dios lo reciba a su
derecha, que sus consejos le sirvan para
lograr paz en la tierra y que desde el cielo nos proteja con su cuido y
bendiciones.
Para
Perlita, Annie, Carlos y Simón Sultán, cuatro maravillosos hijos que son y
serán testigos permanentes que pasarán sus enseñanzas de manos entre sus
descendientes. Honor a quien honor merece.